sábado, 28 de septiembre de 2024

EL CENTINELA DEL PANTEON


 Este era un hombre anciano que, desde que se le conocía, había sido el cuidador del cementerio, el centinela del panteón. Los jóvenes lo llamaban así, por mofarse de él.

Se cuenta que aquel hombre, aunque no era su labor, dormía en el cementerio, al lado de las tumbas. Ya que no tenía familia o amigos, el cementerio era su hogar. Y en las noches, se le escuchaba hablar. Decían los que pasaban por el lado que hablaba con las mismísimas ánimas. Para muchos, simplemente había enloquecido y creía que podía ver los muertos.

Para el sacerdote y párroco del pueblo, era lo mejor que le podía pasar, ya que por unas pocas monedas, aquel hombre cuidaba el cementerio día y noche. Él solo era el encargado de cuidar que ninguna persona inescrupulosa entrara allí a tomar objetos que, para la iglesia, eran sagrados por estar en Tierra Santa.

Se le podía ver a cualquier hora del día o de la noche, rondando por el cementerio. Muchas personas lo llegaron a ver inesperadamente a sus espaldas o a un lado, cuando estaban visitando las tumbas. Algunos ladrones decían que se habían entrado con toda la cautela, pero él siempre descubría dónde estaban.

Una tarde, un nuevo sepulturero bajó a una habitación que había detrás de la de dónde decían dormía el centinela. Y allí encontró algo que lo horrorizó, ya que esta habitación estaba sellada. Pero él necesitaba una herramienta en especial. Abrió la puerta y encontró el cadáver de aquel hombre sentado en una silla, lo supo porque  aún conservaba la gorra que usaba el centinela. Más que el cadáver, solo era la calavera.

Dirían después que llevaba muchísimos años muerto. Había muerto sentado, con apacibilidad, en esa silla. Pero su alma seguía cuidando el cementerio. Allí, muchas personas se aterraron porque lo habían visto después de muerto, de día y de noche, más que a él, a su fantasma.

A pesar de aquello, el centinela sigue cuidando el cementerio. Cualquier incauto puede topárselo en cualquier parte de las instalaciones.

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LA FLOR DEL MUERTO

 


En cierta ocasión, unos amigos me invitaron a visitar a un familiar de ellos en el cementerio. Era una persona que yo no conocía, pero igual quería acompañarlos porque mi amistad con ellos era bastante antigua. Mientras ellos estaban en la tumba de su familiar, yo empecé a deambular por las tumbas. En una de ellas, me encontré una pequeña flor de plata. Me pareció muy bonita y la tomé, la guardé en mi bolsillo. Pensé que era un buen objeto para tener en casa y, más que nada, se notaba a simple vista que era de plata pura y antigua.

Esa misma noche, empezaron a ocurrir sucesos extraños. Despertaba cansado y sudando, sintiendo una presencia a mi lado. No solo era sentirlo, era escuchar sus susurros que me hablaban. No podía entenderle qué me decía, pero desde aquella noche me era imposible dormir, Solo descansaba unos pocos minutos y volvía a despertar. Ese alguien estaba a mi lado, esa sombra, esa presencia.
Debo confesar que en ese momento no pensé que tuviese que ver con la pequeña flor que había traído del cementerio. Pero al consultar con una bruja, ella me dijo que yo no estaba dejando descansar a ese espíritu. Porque esa flor se la habían dejado allí por algún motivo y yo me la había robado. Me dijo que la única solución era devolverla, llevarla al cementerio. Pero tenía que ser a la medianoche. Y dejarla en el mismo lugar, salir de allí sin mirar atrás y rezar nueve padrenuestros.
Debo confesar que me era casi imposible llevar a cabo aquel cometido. Le tenía un miedo pavoroso a los cementerios y mucho más en la noche. Pasó casi una semana sin que me resolviera a ir a llevar de nuevo aquella flor. Pero cada noche era más frecuente aquella presencia, aquellos susurros. Veía sombras en la oscuridad. Estaba convencido de que ese muerto no me iba a dejar en paz hasta que devolviera lo que le pertenecía.
Una noche me resolví y fui y dejé la flor en su lugar. Empecé a caminar sin mirar atrás y sentí ese viento helado que cubrió mi cuerpo, que bajaba por mi espalda y se internaba en mi espina dorsal, llenándome de un terror inenarrable. Pero este fue el remedio para que aquello me dejara en paz. Desde aquel entonces, sé que no se debe tomar nada del cementerio. Porque esos espíritus son celosos con lo que a ellos les pertenece.

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NOCHE DE LLUVIA Y TERROR



Cuando compré aquella pequeña casa en las afueras del pueblo, me pareció un lugar adecuado y muy lindo para ir a pasar fines de semana y tal vez vacaciones. Aún no me había casado, pero estaba en mis planes muy pronto hacer vida matrimonial con mi novia. El lugar era rodeado de naturaleza, grandes árboles y se veían las montañas a lo lejos; era un lugar en verdad espectacular.
Cuando empecé con las reformas que se le harían a aquella casa, debí pasar una noche allí. Ya que me sorprendió un fuerte aguacero. Como les contaba antes, en el día era un lugar espectacular y acogedor, pero cuando llegó la noche y mientras la tormenta arreciaba afuera y golpeaba los árboles, en la casa ocurrió algo diferente. El ambiente se hizo sombrío, el lugar era molesto, como si una energía que hubiese dentro de esa casa te quisiera sacar de allí, para ser más tenebroso el momento, en un momento dado, se fue la energía. Yo decidí que sin energía no había más que acostarme a dormir. Ya tenía un pequeño aparato de televisión allí, y si no se podía ver televisión, nada se podía hacer.
A eso de la medianoche desperté asustado, más que nada porque la televisión se había encendido sola y en ella se veía la cara de un hombre barbado y con una mirada feroz y malvada que me miraba fijamente. Podía ser cualquier programa de televisión con el único inconveniente que en la casa todavía no había vuelto el servicio de energía. Me tiré de la cama asustado y desconecté la televisión. Aún así, pasó más de medio minuto que la cara de ese personaje seguía en la televisión desconectada.
Afuera seguía lloviendo suave, pero aún seguía lloviznando. Para dónde me podría ir, yo tenía que quedarme en aquella casa, ya que tampoco había casas aledañas cerca. Pero sabía que en esa casa estaba pasando algo.
Me fui a una habitación contigua donde no había televisión ni ningún aparato eléctrico. Allí me arropé con una manta y me senté en una silla. Quería que la mañana llegara pronto, me quería ir de esa mi casa, la que antes me parecía tan acogedora. En ese momento me parecía la más aterradora de todo lo que hubiera vivido.
Estando allí, mientras me quedaba dormido, escuché pasos en la habitación donde antes estaba. Escuché nítidamente cuando abrían la puerta de la habitación y caminaban por el pasillo que llevaba a donde yo estaba. Asustado, tomé un martillo en mis manos, intentando defenderme. Pero sabía que no me podía defender de fuerzas oscuras, de fuerzas que no son de este mundo.
Los pasos iban retumbando en el piso de madera. Parecía ser un hombre grande, porque sus pisadas eran fuertes. Era como si fuera un asesino que tuviera a la presa atrapada, porque caminaba sin prisa. Efectivamente, la puerta de mi habitación se abrió de un solo golpe y pude ver al hombre que vi en la televisión parado frente a mí, yo temblaba como una palma mecida por el viento y lloraba como un niño, él con su mirada penetrante y fiera, con un machete en la mano manchado de sangre. Se veía que estaba dispuesto a atacarme.
Así que levanté el martillo y me enfrenté a él, pero al hacerlo, este desapareció ante mis ojos, dejando un frío que cubrió la habitación. Caí de rodillas, rezando y llorando, pidiéndole a Dios, al cielo, o a quien fuera que me salvara de aquella endemoniada casa. Si me salvaba esa noche, nunca más volvería allí.
Esa noche la pasé ahí, en esa silla, sentado, llorando. Aquello no volvió a aparecer. Al parecer, mi promesa de no volver había servido.
En la mañana regresé a mi casa y le conté a mi novia lo que había vivido. Le aseguré que esa no era la casa que habíamos soñado, que algo oscuro se escondía allí. Pero ella, un poco más osada que yo, por no decir que mucho, dijo que si algo se escondía, tendríamos que averiguarlo.
Así que ese mismo día, en la tarde, subimos con dos trabajadores y levantamos todo lo que se pudo levantar: pisos, paredes, cuadros antiguos que habían quedado allí. Lo que encontramos en el suelo bajo las tablas nos dejó asombrados. Habían tres cadáveres calaveras ya, se notaba que eran de una mujer y dos pequeños, o al menos así se veía por el tamaño de las calaveras, también al lado de estos había un viejo machete.
Llamamos a la policía e hicimos que revisaran todo. Se abrió una investigación con aquel tema y salió a colación una historia que había sucedido hacía ya muchos años en esa casa. El dueño de esa casa había sido asesinado, dos puñaladas en su cuello, le habían quitado la vida. Él se había arrastrado por toda la casa intentando defenderse e intentando defender a su esposa y sus dos hijos.
Estos últimos habían desaparecido, según la policía, los habían secuestrado y nunca más se había sabido de ellos. También el esposo murió debido a las puñaladas en el cuello, fue enterrado con honores en el pueblo, rindiéndole un homenaje a un hombre que murió intentando defender su familia.
Pero lo que allí se descubrió era más aterrador que lo que yo viví esa noche. Al parecer, aquel hombre asesinó a su familia y la esposa tratando de defender a sus hijos lo había apuñalado. Los regueros de sangre que se veían no era él defendiendo su familia, sino intentando enterrarlas bajo el piso con las últimas fuerzas que le quedaban y con éstas la arma asesina.
Allí en esa casa estaban las almas de aquellos pobres inocentes que habían perecido bajo las manos de su propio padre y esposo. Pero también estaba el alma de aquel malvado que quería seguir guardando ese secreto.
Después de esto, se me volvió a entregar la casa después de algunos papeleos e investigaciones de la policía. La verdad es que nunca volvió a pasar nada y después de que me casé, pasé muchas noches con mi esposa allí. Lo que sí sé es que esta familia, o al menos sus almas, pudieron descansar en paz y se descubrió el secreto de aquel malvado hombre.

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viernes, 27 de septiembre de 2024

LA FOSA DE LOS OLVIDADOS‼️

 


María miraba por la ventana mientras la luz del sol se desvanecía, sumiendo su hogar en sombras. Su hijo, Sebastián, había desaparecido hace tres semanas, y cada día que pasaba se sentía como una eternidad. Tenía 22 años, lleno de sueños y un futuro brillante por delante. La angustia la devoraba; el silencio era una losa que aplastaba su corazón.

La policía había iniciado la búsqueda, pero las pistas eran escasas. La última vez que alguien lo vio fue en una fiesta, riendo y disfrutando con sus amigos. Pero esos mismos amigos ahora parecían una muralla, incapaces de dar respuestas. María los buscó, rogando que le dijeran algo, cualquier cosa. Pero lo único que recibió fue indiferencia y murmullos de "no sabemos nada".

Cada noche, mientras el insomnio la mantenía despierta, soñaba con Sebastián. En sus sueños, lo veía sonriendo, pero sus ojos reflejaban una tristeza profunda. "Mamá, ayúdame", le decía. Cuando despertaba, las lágrimas caían por sus mejillas; era como si su hijo la estuviera llamando desde un lugar oscuro y lejano.

A medida que pasaban los días, María comenzó a descubrir detalles perturbadores. Un amigo le confesó, entre nervios y temores, que Sebastián había caído en un barranco durante una broma. La noticia la golpeó como un puñetazo. "Lo dejamos ahí, asustados", admitió el chico, su voz temblorosa. "Pensamos que volvería, que sería solo un susto". Esa revelación la consumió; la traición de aquellos que él consideraba amigos se convirtió en un veneno en su alma.

Con cada pista que seguía, la desesperación crecía. Finalmente, después de meses de agonía, recibió un aviso: habían encontrado un cuerpo en el barranco. María corrió al forense, su corazón latiendo con fuerza. Allí, le confirmaron que era Sebastián. Pero lo peor estaba por venir. Debido a la falta de identificación, su cuerpo había sido enviado a la fosa común, un lugar donde los olvidados yacían sin nombre.

Al enterarse, el mundo de María se desmoronó. La idea de que su hijo, su querido Sebastián, terminara en un lugar así la llenó de un horror indescriptible. Se dirigió al ministerio público, donde la indiferencia la recibió como un golpe. "No podemos hacer nada", le dijeron. "El protocolo no lo permite". Las lágrimas caían por su rostro mientras la desesperación se convertía en una rabia contenida.

Desesperada, decidió visitar el cementerio. Allí, rodeada de tumbas y sombras, se arrodilló ante la fosa común. Las lágrimas caían como un río, un homenaje a su hijo perdido. Imaginó a Sebastián en esa oscuridad, rodeado de cuerpos que no habían tenido la fortuna de ser reclamados. Sentía que su llanto era lo único que podía ofrecerle.

Esa noche, mientras la luna iluminaba el cielo, María soñó con él de nuevo. Pero esta vez, no era un niño asustado. Su rostro estaba marcado por el sufrimiento, y sus ojos reflejaban una profunda tristeza. "Mamá, no puedo descansar", dijo. "Mis amigos me dejaron morir. No sabía que nadie vendría por mí". Las palabras resonaban en su mente, llenas de dolor y rabia.

Días después, María sintió una fuerza desconocida que la empujaba a investigar más. Las historias de aquellos enterrados en la fosa común comenzaron a revelarse ante ella. Cada nombre sin rostro era un eco de vidas truncadas, de sueños perdidos. Se adentró en un mundo de desamparo, donde las almas gritaban por ser recordadas. Descubrió que, en ese lugar, la indiferencia no solo era de los vivos, sino también de los muertos.

Fue entonces cuando comprendió que la maldad de aquellos amigos no solo había llevado a Sebastián a la muerte, sino que también lo había condenado a la eternidad en el olvido. Mientras investigaba, María encontró un antiguo registro en el ministerio público. En él, leyó sobre las almas atrapadas, que no podían descansar hasta que sus seres queridos reclamaran sus cuerpos. El terror se apoderó de ella; su hijo estaba allí, en la fosa común, esperando su llamado.

Desesperada, María decidió enfrentarse a la verdad. Sabía que su hijo necesitaba ser reconocido, que su existencia tenía que ser validada. Lloró, suplicando a las almas de aquellos que yacían a su lado que la ayudaran a liberarlo. En ese momento, sintió una brisa fría, y susurrando el nombre de Sebastián, un eco la rodeó.

La voz de su hijo resonó en su mente: "Mamá, por favor, no dejes que me olviden. Estoy aquí, atrapado entre sombras. Mis amigos no regresaron, y estoy solo". Cada palabra desgarraba su corazón, pero también le daba fuerza. Decidió que su lucha no terminaría en el olvido.

Finalmente, se presentó en el cementerio, ante la fosa común. Con el corazón roto y el alma en llamas, clamó al universo que su hijo no debía ser olvidado. Mientras lloraba, sintió que las sombras a su alrededor se movían, como si los muertos respondieran a su llamado.

Los días siguientes fueron una lucha. María continuó sus esfuerzos, llevando flores, contando historias de Sebastián, de sus sueños y de su amor. Y, aunque nunca pudo sacar a su hijo de la fosa, su recuerdo comenzó a brillar con fuerza. Las almas olvidadas empezaron a sentirse escuchadas, y un rayo de luz atravesó el lugar oscuro.

En ese momento, María comprendió que, aunque la vida es efímera y la muerte puede ser cruel, el amor y la memoria pueden romper las cadenas del olvido. Sebastián, aunque atrapado, ya no estaría solo. Su historia, su esencia, seguiría viva en el corazón de su madre, y en cada lágrima que había derramado.

Al final, María encontró consuelo en la certeza de que nadie, ni siquiera en la muerte, debería ser olvidado. La fosa común no era solo un lugar de desesperanza, sino un recordatorio de la importancia de amar y recordar. Porque, al final, el verdadero terror no es morir, sino ser condenado al olvido.


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miércoles, 25 de septiembre de 2024

LA DEUDA MALDITA

 

Melvin y Samuel habían sido amigos desde la secundaria. Siempre se habían llevado bien, hasta que la necesidad y la falta de palabra comenzaron a desgastar su amistad. Samuel le pidió dinero prestado a Melvin para ayudar a su madre, que estaba en apuros. Melvin, sin dudarlo, le prestó lo que tenía, confiando en que su amigo le pagaría pronto. Sin embargo, las semanas pasaron y Samuel no daba señales de querer devolverle el dinero.

Cada vez que Melvin le preguntaba, Samuel inventaba una nueva excusa. “Ya casi tengo el dinero, solo dame unos días más”, decía, pero esos días se convirtieron en semanas. Al principio, Melvin lo entendía; después de todo, eran amigos. Pero cuando las mentiras comenzaron a acumularse, su paciencia se agotó. Samuel ya no respondía sus llamadas ni mensajes, y cuando Melvin lo enfrentaba en persona, su amigo evitaba cualquier conversación sobre la deuda.

Una tarde, Melvin, completamente frustrado, fue a buscar a Samuel a su casa. Sabía que estaba allí porque vio su coche estacionado afuera, pero cuando tocó la puerta, no obtuvo respuesta. En un impulso de furia, decidió esperar. Se escondió cerca de la casa, dispuesto a enfrentar a su amigo cara a cara. Las horas pasaron, y cuando el sol comenzó a ponerse, vio a Samuel salir por la puerta trasera.

—¡Samuel! —gritó Melvin, saliendo de su escondite. 

Samuel se sobresaltó, pero no había forma de evitarlo. Melvin lo agarró del brazo, forzándolo a detenerse.

—Ya no quiero más excusas. ¡Dame mi dinero! —exigió Melvin, su rostro rojo de ira.

Samuel, nervioso, trató de zafarse.

—Te juro que pronto te lo pago. Solo necesito un poco más de tiempo— dijo Samuel, temblando, mientras intentaba evitar el conflicto.

Pero las palabras de Samuel solo hicieron que Melvin se enfureciera aún más. Lo sujetó con fuerza, y en el forcejeo, le rasgó un poco la camiseta, revelando un colgante de oro con la figura de la Santa Muerte. Samuel, al darse cuenta, intentó ocultarlo, pero era demasiado tarde.

—¿Y esto? —dijo Melvin, arrancándole el colgante. —Si no tienes dinero, me llevo esto y lo vendo. Te juro que recuperaré lo que es mío, ¡de una forma u otra!

Samuel cayó de rodillas, suplicando.

—Por favor, Melvin, no te lleves esa medalla. No entiendes… esa medalla me salvó la vida. Mi mamá la mandó a bendecir cuando me enfermé de COVID. Casi muero… pero la Santa Muerte me protegió. ¡No puedes quitármela!

Melvin, cegado por la ira y cansado de tantas mentiras, no quiso escucharlo. Guardó el colgante en la guantera de su coche y se fue, ignorando los ruegos de su amigo.

Esa noche, a las 12 en punto, Melvin se despertó sobresaltado por los ladridos de varios perros en la calle. Al principio, pensó que era algo normal, pero los ladridos se intensificaban, como si estuvieran alertando de algún peligro cercano. Entonces, escuchó algo más: un leve pero constante sonido que venía de afuera. Como si alguien estuviera forcejeando con la puerta de su coche.

Se levantó y fue hacia la ventana, la cual daba justo al lugar donde estaba estacionado su auto. Miró con atención, pero no vio nada inusual. Sin embargo, el sonido seguía. Era como si alguien, o algo, estuviera tratando de abrir la puerta desde adentro. Se quedó observando, esperando que apareciera alguna figura o movimiento, pero el auto seguía completamente inmóvil.

Confundido y algo inquieto, volvió a la cama, pensando que quizá el viento o algún animal había causado el ruido. Cerró los ojos, pero el sonido persistió. Esta vez, era más fuerte. El crujido del metal al ser empujado, el clic de la manija de la puerta del coche al ser tirada… repetidamente. Un sudor frío recorrió su espalda.

Se levantó de nuevo y se asomó otra vez por la ventana, ahora con el corazón latiéndole en los oídos. Lo que vio lo dejó paralizado: las puertas del coche temblaban ligeramente, como si algo estuviera intentando desesperadamente abrirlas desde el interior. Era imposible; no había nadie más allí. El auto estaba vacío. O al menos, eso creía.

Melvin sintió el pulso acelerarse. Estaba completamente despierto ahora, la sensación de que algo iba terriblemente mal era inevitable. Cerró las cortinas, tratando de calmarse, pensando que quizá estaba alucinando por la falta de sueño. Se recostó, pero apenas apagó la luz, el sonido de las manijas volvió, más fuerte que antes. Era como si alguien estuviera atrapado adentro, arañando las ventanas y forcejeando por salir.

El miedo comenzó a apoderarse de él, sus pensamientos se agolpaban: “¿Será la Santa Muerte…? ¿Será por el colgante…?”. Las palabras de Samuel resonaban en su mente. Sintió el peso de algo oscuro sobre él, como si una presencia invisible lo acechara.

De repente, un golpe seco y estruendoso resonó en la ventana de su cuarto, haciéndolo saltar de la cama. El vidrio vibró con la fuerza del impacto. Abrió las cortinas rápidamente y se quedó helado: una mano, grande y delgada, estaba marcada sobre el vidrio, como si alguien la hubiera presionado con toda su fuerza. Pero no había nadie afuera. La calle estaba vacía.

Desesperado, Melvin comenzó a rezar, murmurando oraciones que apenas recordaba de su infancia. Algo lo vigilaba. Lo sentía. Algo oscuro y poderoso reclamaba lo que había tomado.

Se quedó despierto, rezando, temblando, hasta que el amanecer empezó a despuntar.

A las 7 de la mañana, su teléfono sonó. Era Samuel. Su voz sonaba desesperada al otro lado de la línea.

—Por favor, Melvin, no vendas la cadena —suplicó—. Ya tengo parte del dinero, solo dame unas horas más. Esa medalla me salvó de morir. Si la vendes, todo se desatará de nuevo.

Melvin, agotado y aún en shock por lo ocurrido durante la noche, aceptó reunirse con Samuel. Cuando lo vio, notó las ojeras y el rostro demacrado de su amigo, quien le entregó lo poco que había reunido. 

—Gracias por devolverme la medalla —dijo Samuel, con lágrimas en los ojos—. No sabes el mal que habrías desatado si no lo hacías. Esta cadena no es solo un objeto, es mi protección.

Con el paso de los días, Samuel finalmente logró pagarle a Melvin todo lo que le debía. La amistad entre ambos nunca fue la misma, pero Melvin aprendió una dura lección: algunas cosas van más allá del dinero o los objetos materiales. A veces, lo que no entendemos puede traer consecuencias más graves de las que imaginamos. Y tal vez, solo tal vez, deberíamos escuchar cuando nos advierten sobre fuerzas que no controlamos.

Al final, Melvin comprendió que el respeto por lo espiritual y la lealtad hacia los amigos vale mucho más que cualquier deuda.

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domingo, 15 de septiembre de 2024

EL HOMBRE DEL SACO




 La leyenda del Hombre del Saco, también conocido como “El Sacamantecas” o “El Coco” en diferentes regiones de España y América Latina, es una de las historias de terror más populares y arraigadas en la cultura hispana. Esta figura, utilizada principalmente para asustar a los niños y obligarlos a comportarse, ha sido objeto de numerosos relatos y variaciones a lo largo de los siglos.

El Hombre del Saco es descrito generalmente como un hombre mayor, de aspecto siniestro y desaliñado, que lleva consigo un gran saco de tela. Según la leyenda, este personaje recorre las calles en busca de niños desobedientes o que se encuentran solos, y los captura para meterlos en su saco y llevarlos a un destino desconocido. En algunas versiones de la historia, el Hombre del Saco es un mendigo, mientras que en otras es un hombre normal que se dedica a este macabro oficio por diversas razones.

La figura del Hombre del Saco tiene sus raíces en historias y mitos europeos, que llegaron a América Latina durante la época colonial. Una de las posibles fuentes de esta leyenda es la figura del “boogeyman” anglosajón, una entidad similar utilizada para asustar a los niños en el mundo angloparlante. Sin embargo, la leyenda del Hombre del Saco ha adquirido características propias en el mundo hispano, adaptándose a las particularidades culturales y sociales de cada región.

En España, una de las versiones más conocidas es la del “Sacamantecas”, un personaje que no solo se lleva a los niños, sino que también les extrae la grasa corporal (manteca) para usarla en supuestas pócimas o ungüentos. Esta versión de la leyenda tiene un origen más oscuro y se vincula con hechos reales ocurridos en el siglo XIX. Uno de los casos más famosos es el de Manuel Blanco Romasanta, conocido como el “Hombre Lobo de Allariz”, quien fue condenado por varios asesinatos y se cree que utilizaba la grasa de sus víctimas para fabricar jabones.

La leyenda del Hombre del Saco se ha utilizado históricamente como una herramienta de control social y disciplinario. Los padres la empleaban para asustar a los niños y asegurarse de que obedecieran las normas, no se alejaran de casa o no hablaran con extraños. La amenaza de ser capturado por el Hombre del Saco era lo suficientemente aterradora como para mantener a los niños bajo control.

A lo largo de los años, la leyenda ha evolucionado y se ha adaptado a diferentes contextos. En algunas regiones de América Latina, la figura del Hombre del Saco se fusiona con otros personajes del folclore local. Por ejemplo, en Argentina y Uruguay, se habla del “Viejo de la Bolsa”, un personaje similar que también se lleva a los niños desobedientes. En México, la leyenda del “Coco” o “Cucuy” comparte muchas características con el Hombre del Saco, siendo una figura utilizada para asustar a los niños.

En la literatura y la cultura popular, el Hombre del Saco ha sido representado en diversas formas. Desde cuentos infantiles hasta películas de terror, esta figura ha mantenido su capacidad de aterrorizar a audiencias de todas las edades. Autores como Gustavo Adolfo Bécquer en España y Horacio Quiroga en Uruguay han incluido referencias a esta leyenda en sus obras, subrayando su importancia y persistencia en el imaginario colectivo.

El impacto psicológico de la leyenda del Hombre del Saco en los niños no debe subestimarse. Aunque para muchos adultos puede parecer una simple historia, la intensidad del miedo que puede generar en los niños puede ser significativa. Este tipo de leyendas urbanas juegan con los miedos más primarios de los seres humanos: el miedo a lo desconocido, a ser capturado y a lo sobrenatural. Al igual que otras figuras similares en diferentes culturas, el Hombre del Saco se convierte en una personificación de estos temores, dotando a la historia de una poderosa carga emocional.

En el contexto contemporáneo, la leyenda del Hombre del Saco ha perdido algo de su fuerza debido a los cambios en las prácticas de crianza y la mayor concienciación sobre el impacto negativo de usar el miedo como herramienta disciplinaria. Sin embargo, la figura del Hombre del Saco sigue presente en la cultura popular y continúa siendo un tema recurrente en cuentos, películas y programas de televisión, lo que demuestra su persistencia y adaptabilidad.

En resumen, la leyenda del Hombre del Saco es una de las historias de terror más perdurables y extendidas en la cultura hispana. Su origen se remonta a tiempos antiguos y ha evolucionado a lo largo de los siglos, adaptándose a diferentes contextos y regiones. Utilizada históricamente como herramienta de control social y disciplinario, esta figura siniestra ha dejado una profunda huella en el imaginario colectivo, reflejando los miedos más primarios y universales de la humanidad.


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sábado, 14 de septiembre de 2024

LA VERDADERA HISTORIA DEL CORTIJO JURADO

  



 A pesar de los trabajos de reforma, el Cortijo Jurado deja patente su estilo señorial dominando el paisaje junto a Campanillas. No hace falta mucha imaginación para revivir los buenos tiempos de una hacienda construida por la familia Heredia -una de las grandes fortunas de la época- a mediados del siglo XIX. Eso sí, no se sabe con exactitud el año de inauguración porque no se han encontrado las licencias de obra de un caserón en el que los Heredia pasaban sus días de recreo, pero en la que también contaban con extensa explotación agraria y ganadera. Su actual nombre no llegaría hasta mediados de los 70, cuando los Vega Jurado lo compraron.


De estilo ecléctico y neogótico, sus 2.500 metros cuadrados se articulaban en torno a un patio central, con capilla y torre mirador incluida. Y muchísimas habitaciones con la friolera de 365 ventanas, según cuenta la tradición oral, una para cada día del año. No faltaban unos amplios establos, además de sótanos de los que se ha llegado a contar que partían pasadizos secretos que comunicaban la hacienda con el Cortijo Colmenares (actual Club de Golf Guadalhorce), propiedad por aquel entonces de los Larios, grandes amigos de los Heredia. Pero las distintas obras que se han ejecutado en el entorno de Campanillas no los ha sacado a la luz, con lo que siguen formando parte de una leyenda popular que no para de crecer porque ni se confirma ni se desmiente con el paso de los años.

Luces y ruidos extraños


El Cortijo Jurado se ha convertido en lugar de peregrinaje de los investigadores del universo paranormal desde hace unas décadas. También de curiosos, como Julio Vázquez, un chico de 20 años que fascinado por lo que se contaba que ocurría en la propiedad fue con sus amigos en busca de aventuras. Se cayó en un pozo a más de 30 metros y se quedó en silla de ruedas. Pero las presuntas luces y sombras en la noche así como los ruidos extraños que allí se producen han atraído incluso a periodistas especializados que enlazan estos fenómenos con las misteriosas desapariciones de cinco chicas jóvenes entre 1890 y 1920 cuyos cuerpos se encontraron torturados cerca del cortijo. Pero también con los fusilamientos que tuvieron en su entorno durante la Guerra Civil, en el que la construcción ejerció como hospital además de convertir sus sótanos en calabozos.


Ya por aquel entonces la finca se encontraba a nombre de los Larios, que se la compraron a los Heredia en 1925 tras llevarles la filoxera y sus enormes gastos familiares a la bancarrota. Después llegarían a sus dependencias los Quesada e incluso un médico adinerado de Valladolid. Ya en 1975 pasaría a las manos de los Vega Jurado.


Con una escrutura protegida arquitectónicamente, el grupo Mirador se hizo con la hacienda para construir un lujoso hotel de 200 habitaciones en 2002. Solo se pusieron en esos años las estructuras de hierro para evitar más desplomes. Desde entonces el cortijo estuvo en manos de Promociones Pantie. En la actualidad ha vuelto a cambiar de manos otra vez y se encuentra a la venta a la espera que vuelva a lucir como antaño.


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viernes, 13 de septiembre de 2024

ELSILBON


 La leyenda del Silbón es una de las historias de terror más conocidas y aterradoras de los llanos de Venezuela y Colombia. Esta leyenda se transmite de generación en generación, y sus detalles varían ligeramente según la región, pero el núcleo de la historia permanece constante: el Silbón es un espectro que vaga por los llanos, aterrorizando a aquellos que tienen la desgracia de cruzarse en su camino.

Se dice que la historia del Silbón comenzó hace muchos años, con un joven llamado Juan. Juan era un muchacho rebelde y malcriado que vivía con sus padres en una pequeña finca en los llanos venezolanos. Su padre era un hombre trabajador y honesto, mientras que su madre era una mujer dulce y dedicada. Sin embargo, Juan era todo lo contrario: desobediente, perezoso y violento.

Un día, Juan, en un arrebato de ira y maldad, asesinó a su propio padre. La razón exacta varía según la versión de la leyenda; algunos dicen que fue porque el padre no le permitió salir a una fiesta, otros que fue por una discusión sobre el reparto de tierras. Tras cometer el parricidio, Juan desmembró el cuerpo de su padre y, en un acto de cruel frialdad, guardó los restos en un saco.

Cuando la madre de Juan descubrió lo que había hecho, lo maldijo con una furia que solo una madre traicionada podría sentir. Su abuelo, al enterarse del horrible crimen, decidió castigar a Juan de una manera que nunca olvidaría. Lo azotó implacablemente, hasta dejarlo casi sin vida, y luego lo soltó en el monte con el saco de huesos a cuestas. Le ordenó vagar por los llanos por toda la eternidad, como un alma en pena, cargando el peso de su crimen y escuchando eternamente el sonido de sus propios pasos y los huesos de su padre golpeándose dentro del saco.

Desde entonces, el Silbón vaga por los llanos, y su presencia se anuncia con un silbido característico que emite una melodía particular: las notas musicales de do, re, mi, fa, sol, la, si, en perfecto orden ascendente y descendente. Se dice que cuando el silbido se escucha de cerca, en realidad el Silbón está lejos, pero cuando el silbido se escucha lejos, el espectro está muy cerca y es probable que esté a punto de atrapar a su próxima víctima.

El Silbón es especialmente temido por los hombres que salen a beber o que son infieles a sus esposas. Se dice que si un hombre borracho escucha el silbido y no se detiene para rezar o hacer una cruz en el suelo, el Silbón lo atacará y lo desmembrará, añadiendo sus huesos a su saco. También se cuenta que aquellos que tienen la desgracia de ver al Silbón describen a un espectro alto y delgado, con ojos hundidos y una mirada vacía, siempre cargando su saco de huesos.

Los llaneros han desarrollado varias formas de protegerse del Silbón. Una de las más comunes es llevar un látigo hecho de cuero, ya que el sonido del látigo al ser usado recuerda a los azotes que recibió Juan de su abuelo, lo cual asusta al espectro y lo ahuyenta. También se dice que el Silbón teme a los perros, ya que sus ladridos pueden alertar a los humanos de su presencia y hacer que huyan.

El Silbón no solo es una historia de terror para asustar a los niños y mantenerlos en línea; también sirve como advertencia moral contra la desobediencia y la ingratitud hacia los padres, así como un recordatorio del castigo que espera a aquellos que cometen actos de violencia y traición.

Así, la leyenda del Silbón sigue viva en la cultura popular de los llanos venezolanos y colombianos, perpetuando el miedo y la fascinación por este espectro que vaga eternamente, con su saco de huesos y su melancólico silbido, buscando redención o simplemente causando terror.

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LA HABITACIÓN PROHIBIDA

 



Mi tía Marina tenía una casa al lado del río, una bella casa que en las tardes era un espectáculo maravilloso. Ver el atardecer y cómo el sol se ocultaba entre las montañas, y además de esto, oír el sonido cadencioso y agradable del río. Un fin de semana, fui a amanecer allí. La tía me dijo que debía dormir en la misma habitación donde dormía mi primo. Le dije que por qué no me acomodaba en la habitación que había sola y quedaba al lado del río, ya que a mí ese lugar me gustaba para dormir y no quería incomodar a mi primo.

La tía me dijo que en esa habitación ocurrían sucesos extraños, que al parecer en ese cuarto había un espíritu o un demonio que no permitía que la gente durmiera allí. Así que esa habitación permanecía siempre sola. En ese entonces, yo tenía veinticinco años, y no podía ser que uno a esa edad sienta miedo de aquellas cosas. Así que le dije a mi tía que yo dormiría allí, aunque ella me lo advirtió. No le hice caso, dije que esa era mi habitación esa noche, y que no se hablaba más del tema. 

Pronto me quedé dormido con el sonido del río cuando golpeaba las rocas, pero poco me duró ese sueño. Desperté convencido de que alguien estaba allí conmigo en la habitación. Pensé que tal vez mi tía o mi primo habían ido a decirme algo, pero la puerta estaba cerrada como yo la había dejado. Quise encender la luz para ver si en verdad había alguien, pero no sirvió. Al parecer, la bombilla se había fundido.

Me senté en la cama , a pesar de la oscuridad, intenté ubicar si había alguien. No lo vi, pero sentí sus pasos arrastrarse como si fuera una persona muy anciana que caminaba derecho a donde yo estaba. En ese momento, de verdad que sentí miedo y recordé lo que la tía me había dicho de aquella habitación. Una fuerza potente, como un viento arrasador, golpeó mi pecho y me tiró de nuevo en la cama. Sentí como la voz de un hombre que hacía “aaaaaaa”, tal vez podría ser un lamento, pero más bien sonaba a un grito amenazante.

Me eché la bendición e intenté taparme con mi manta, pero eso me la arrebató y la vi volar por el aire y caer al lado de la puerta principal. Quise gritar, pero ese mismo viento que me había derribado me hacía sentir un ahogo que no era capaz de respirar. ¿Qué podía hacer? Echarme la bendición e intentar enfrentarme a eso que no podía ver, pero la verdad me tenía presionado contra mi cama y volvía a dar ese grito lastimero o amenazante. No sé cuánto tiempo pasé bajo el poder de aquello que había en la habitación.

De un momento a otro, sentí como arrastraba sus pasos y se volvía a ir sin más. Me puse de pie y corrí a la habitación de mi tía. Allí le conté lo que había pasado. Ella me dijo que esa habitación estaba maldita, que allí vivía un ente o espíritu malvado. 

Seguí yendo donde mi tía, pero como ella me lo advertía, no dormía en esa habitación. Pero un día, una mujer que pasaba por allí le dijo a mi tía que en esa casa había alguien, que en esa casa había un alma que no había podido descansar. Y le dijo exactamente dónde era. Nos llevó a aquella habitación, allí, sin más, y como si supiera exactamente dónde ir, detrás de unas pequeñas tablas que habían, sacó una pequeña caja de madera casi destrozada por los años. En ellas se veía un polvo café y gris. La abrió y le dijo a mi madre que las tiraría al río para que el alma que habían encerrado allí pudiera descansar en paz.

No es que hubieran enterrado las cenizas de una persona, es que habían dejado prisionera un alma de un ser que, aunque no era malo, hacía daño o asustaba a las personas intentando que encontraran sus restos y lo dejaran descansar. A pesar de lo que dijo la mujer, esa habitación en la casa de mi tía permanece siempre vacía. Nadie duerme allí, solo mi tía entra  en las horas de la mañana, ya que en la tarde le da miedo, la asea y la vuelve a cerrar con llave, porque siempre dicen que en esa habitación vive un espíritu o un alma que no ha podido descansar.

MORALEX

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