LA DEUDA MALDITA

 

Melvin y Samuel habían sido amigos desde la secundaria. Siempre se habían llevado bien, hasta que la necesidad y la falta de palabra comenzaron a desgastar su amistad. Samuel le pidió dinero prestado a Melvin para ayudar a su madre, que estaba en apuros. Melvin, sin dudarlo, le prestó lo que tenía, confiando en que su amigo le pagaría pronto. Sin embargo, las semanas pasaron y Samuel no daba señales de querer devolverle el dinero.

Cada vez que Melvin le preguntaba, Samuel inventaba una nueva excusa. “Ya casi tengo el dinero, solo dame unos días más”, decía, pero esos días se convirtieron en semanas. Al principio, Melvin lo entendía; después de todo, eran amigos. Pero cuando las mentiras comenzaron a acumularse, su paciencia se agotó. Samuel ya no respondía sus llamadas ni mensajes, y cuando Melvin lo enfrentaba en persona, su amigo evitaba cualquier conversación sobre la deuda.

Una tarde, Melvin, completamente frustrado, fue a buscar a Samuel a su casa. Sabía que estaba allí porque vio su coche estacionado afuera, pero cuando tocó la puerta, no obtuvo respuesta. En un impulso de furia, decidió esperar. Se escondió cerca de la casa, dispuesto a enfrentar a su amigo cara a cara. Las horas pasaron, y cuando el sol comenzó a ponerse, vio a Samuel salir por la puerta trasera.

—¡Samuel! —gritó Melvin, saliendo de su escondite. 

Samuel se sobresaltó, pero no había forma de evitarlo. Melvin lo agarró del brazo, forzándolo a detenerse.

—Ya no quiero más excusas. ¡Dame mi dinero! —exigió Melvin, su rostro rojo de ira.

Samuel, nervioso, trató de zafarse.

—Te juro que pronto te lo pago. Solo necesito un poco más de tiempo— dijo Samuel, temblando, mientras intentaba evitar el conflicto.

Pero las palabras de Samuel solo hicieron que Melvin se enfureciera aún más. Lo sujetó con fuerza, y en el forcejeo, le rasgó un poco la camiseta, revelando un colgante de oro con la figura de la Santa Muerte. Samuel, al darse cuenta, intentó ocultarlo, pero era demasiado tarde.

—¿Y esto? —dijo Melvin, arrancándole el colgante. —Si no tienes dinero, me llevo esto y lo vendo. Te juro que recuperaré lo que es mío, ¡de una forma u otra!

Samuel cayó de rodillas, suplicando.

—Por favor, Melvin, no te lleves esa medalla. No entiendes… esa medalla me salvó la vida. Mi mamá la mandó a bendecir cuando me enfermé de COVID. Casi muero… pero la Santa Muerte me protegió. ¡No puedes quitármela!

Melvin, cegado por la ira y cansado de tantas mentiras, no quiso escucharlo. Guardó el colgante en la guantera de su coche y se fue, ignorando los ruegos de su amigo.

Esa noche, a las 12 en punto, Melvin se despertó sobresaltado por los ladridos de varios perros en la calle. Al principio, pensó que era algo normal, pero los ladridos se intensificaban, como si estuvieran alertando de algún peligro cercano. Entonces, escuchó algo más: un leve pero constante sonido que venía de afuera. Como si alguien estuviera forcejeando con la puerta de su coche.

Se levantó y fue hacia la ventana, la cual daba justo al lugar donde estaba estacionado su auto. Miró con atención, pero no vio nada inusual. Sin embargo, el sonido seguía. Era como si alguien, o algo, estuviera tratando de abrir la puerta desde adentro. Se quedó observando, esperando que apareciera alguna figura o movimiento, pero el auto seguía completamente inmóvil.

Confundido y algo inquieto, volvió a la cama, pensando que quizá el viento o algún animal había causado el ruido. Cerró los ojos, pero el sonido persistió. Esta vez, era más fuerte. El crujido del metal al ser empujado, el clic de la manija de la puerta del coche al ser tirada… repetidamente. Un sudor frío recorrió su espalda.

Se levantó de nuevo y se asomó otra vez por la ventana, ahora con el corazón latiéndole en los oídos. Lo que vio lo dejó paralizado: las puertas del coche temblaban ligeramente, como si algo estuviera intentando desesperadamente abrirlas desde el interior. Era imposible; no había nadie más allí. El auto estaba vacío. O al menos, eso creía.

Melvin sintió el pulso acelerarse. Estaba completamente despierto ahora, la sensación de que algo iba terriblemente mal era inevitable. Cerró las cortinas, tratando de calmarse, pensando que quizá estaba alucinando por la falta de sueño. Se recostó, pero apenas apagó la luz, el sonido de las manijas volvió, más fuerte que antes. Era como si alguien estuviera atrapado adentro, arañando las ventanas y forcejeando por salir.

El miedo comenzó a apoderarse de él, sus pensamientos se agolpaban: “¿Será la Santa Muerte…? ¿Será por el colgante…?”. Las palabras de Samuel resonaban en su mente. Sintió el peso de algo oscuro sobre él, como si una presencia invisible lo acechara.

De repente, un golpe seco y estruendoso resonó en la ventana de su cuarto, haciéndolo saltar de la cama. El vidrio vibró con la fuerza del impacto. Abrió las cortinas rápidamente y se quedó helado: una mano, grande y delgada, estaba marcada sobre el vidrio, como si alguien la hubiera presionado con toda su fuerza. Pero no había nadie afuera. La calle estaba vacía.

Desesperado, Melvin comenzó a rezar, murmurando oraciones que apenas recordaba de su infancia. Algo lo vigilaba. Lo sentía. Algo oscuro y poderoso reclamaba lo que había tomado.

Se quedó despierto, rezando, temblando, hasta que el amanecer empezó a despuntar.

A las 7 de la mañana, su teléfono sonó. Era Samuel. Su voz sonaba desesperada al otro lado de la línea.

—Por favor, Melvin, no vendas la cadena —suplicó—. Ya tengo parte del dinero, solo dame unas horas más. Esa medalla me salvó de morir. Si la vendes, todo se desatará de nuevo.

Melvin, agotado y aún en shock por lo ocurrido durante la noche, aceptó reunirse con Samuel. Cuando lo vio, notó las ojeras y el rostro demacrado de su amigo, quien le entregó lo poco que había reunido. 

—Gracias por devolverme la medalla —dijo Samuel, con lágrimas en los ojos—. No sabes el mal que habrías desatado si no lo hacías. Esta cadena no es solo un objeto, es mi protección.

Con el paso de los días, Samuel finalmente logró pagarle a Melvin todo lo que le debía. La amistad entre ambos nunca fue la misma, pero Melvin aprendió una dura lección: algunas cosas van más allá del dinero o los objetos materiales. A veces, lo que no entendemos puede traer consecuencias más graves de las que imaginamos. Y tal vez, solo tal vez, deberíamos escuchar cuando nos advierten sobre fuerzas que no controlamos.

Al final, Melvin comprendió que el respeto por lo espiritual y la lealtad hacia los amigos vale mucho más que cualquier deuda.

si te ha gustado la historia dejanos un comentario para saber tu opinion

Comentarios