LA FOSA DE LOS OLVIDADOS‼️
María miraba por la ventana mientras la luz del sol se desvanecía, sumiendo su hogar en sombras. Su hijo, Sebastián, había desaparecido hace tres semanas, y cada día que pasaba se sentía como una eternidad. Tenía 22 años, lleno de sueños y un futuro brillante por delante. La angustia la devoraba; el silencio era una losa que aplastaba su corazón.
La policía había iniciado la búsqueda, pero las pistas eran escasas. La última vez que alguien lo vio fue en una fiesta, riendo y disfrutando con sus amigos. Pero esos mismos amigos ahora parecían una muralla, incapaces de dar respuestas. María los buscó, rogando que le dijeran algo, cualquier cosa. Pero lo único que recibió fue indiferencia y murmullos de "no sabemos nada".
Cada noche, mientras el insomnio la mantenía despierta, soñaba con Sebastián. En sus sueños, lo veía sonriendo, pero sus ojos reflejaban una tristeza profunda. "Mamá, ayúdame", le decía. Cuando despertaba, las lágrimas caían por sus mejillas; era como si su hijo la estuviera llamando desde un lugar oscuro y lejano.
A medida que pasaban los días, María comenzó a descubrir detalles perturbadores. Un amigo le confesó, entre nervios y temores, que Sebastián había caído en un barranco durante una broma. La noticia la golpeó como un puñetazo. "Lo dejamos ahí, asustados", admitió el chico, su voz temblorosa. "Pensamos que volvería, que sería solo un susto". Esa revelación la consumió; la traición de aquellos que él consideraba amigos se convirtió en un veneno en su alma.
Con cada pista que seguía, la desesperación crecía. Finalmente, después de meses de agonía, recibió un aviso: habían encontrado un cuerpo en el barranco. María corrió al forense, su corazón latiendo con fuerza. Allí, le confirmaron que era Sebastián. Pero lo peor estaba por venir. Debido a la falta de identificación, su cuerpo había sido enviado a la fosa común, un lugar donde los olvidados yacían sin nombre.
Al enterarse, el mundo de María se desmoronó. La idea de que su hijo, su querido Sebastián, terminara en un lugar así la llenó de un horror indescriptible. Se dirigió al ministerio público, donde la indiferencia la recibió como un golpe. "No podemos hacer nada", le dijeron. "El protocolo no lo permite". Las lágrimas caían por su rostro mientras la desesperación se convertía en una rabia contenida.
Desesperada, decidió visitar el cementerio. Allí, rodeada de tumbas y sombras, se arrodilló ante la fosa común. Las lágrimas caían como un río, un homenaje a su hijo perdido. Imaginó a Sebastián en esa oscuridad, rodeado de cuerpos que no habían tenido la fortuna de ser reclamados. Sentía que su llanto era lo único que podía ofrecerle.
Esa noche, mientras la luna iluminaba el cielo, María soñó con él de nuevo. Pero esta vez, no era un niño asustado. Su rostro estaba marcado por el sufrimiento, y sus ojos reflejaban una profunda tristeza. "Mamá, no puedo descansar", dijo. "Mis amigos me dejaron morir. No sabía que nadie vendría por mí". Las palabras resonaban en su mente, llenas de dolor y rabia.
Días después, María sintió una fuerza desconocida que la empujaba a investigar más. Las historias de aquellos enterrados en la fosa común comenzaron a revelarse ante ella. Cada nombre sin rostro era un eco de vidas truncadas, de sueños perdidos. Se adentró en un mundo de desamparo, donde las almas gritaban por ser recordadas. Descubrió que, en ese lugar, la indiferencia no solo era de los vivos, sino también de los muertos.
Fue entonces cuando comprendió que la maldad de aquellos amigos no solo había llevado a Sebastián a la muerte, sino que también lo había condenado a la eternidad en el olvido. Mientras investigaba, María encontró un antiguo registro en el ministerio público. En él, leyó sobre las almas atrapadas, que no podían descansar hasta que sus seres queridos reclamaran sus cuerpos. El terror se apoderó de ella; su hijo estaba allí, en la fosa común, esperando su llamado.
Desesperada, María decidió enfrentarse a la verdad. Sabía que su hijo necesitaba ser reconocido, que su existencia tenía que ser validada. Lloró, suplicando a las almas de aquellos que yacían a su lado que la ayudaran a liberarlo. En ese momento, sintió una brisa fría, y susurrando el nombre de Sebastián, un eco la rodeó.
La voz de su hijo resonó en su mente: "Mamá, por favor, no dejes que me olviden. Estoy aquí, atrapado entre sombras. Mis amigos no regresaron, y estoy solo". Cada palabra desgarraba su corazón, pero también le daba fuerza. Decidió que su lucha no terminaría en el olvido.
Finalmente, se presentó en el cementerio, ante la fosa común. Con el corazón roto y el alma en llamas, clamó al universo que su hijo no debía ser olvidado. Mientras lloraba, sintió que las sombras a su alrededor se movían, como si los muertos respondieran a su llamado.
Los días siguientes fueron una lucha. María continuó sus esfuerzos, llevando flores, contando historias de Sebastián, de sus sueños y de su amor. Y, aunque nunca pudo sacar a su hijo de la fosa, su recuerdo comenzó a brillar con fuerza. Las almas olvidadas empezaron a sentirse escuchadas, y un rayo de luz atravesó el lugar oscuro.
En ese momento, María comprendió que, aunque la vida es efímera y la muerte puede ser cruel, el amor y la memoria pueden romper las cadenas del olvido. Sebastián, aunque atrapado, ya no estaría solo. Su historia, su esencia, seguiría viva en el corazón de su madre, y en cada lágrima que había derramado.
Al final, María encontró consuelo en la certeza de que nadie, ni siquiera en la muerte, debería ser olvidado. La fosa común no era solo un lugar de desesperanza, sino un recordatorio de la importancia de amar y recordar. Porque, al final, el verdadero terror no es morir, sino ser condenado al olvido.
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