jueves, 22 de agosto de 2024

PREMONICIÓN CON LOBOS

 


Juanita se revolvía agitada sobre su camastro. De nuevo se reproducía aquel horrible sueño. Huía por el prado perseguida por lobos, los más extraños que nunca había visto en su tierna infancia. Su loca carrera la llevaba hasta un cementerio y, una vez dentro, atravesaba entre las tumbas, sintiendo a su espalda los aullidos jadeantes.

Pero lo más pavoroso ocurría a continuación:  comprendía que iba hacia una trampa mortal. Delante suyo el líder de la jauría le cerraba el paso. Se aferraba a una lápida con una de sus garras y le mostraba sus hambrientas fauces. Una enorme luna llena alumbraba al monstruo. El enorme animal se erguía de repente sobre sus patas traseras, y en su rostro peludo podían vislumbrarse los rasgos de un hombre deforme. Juanita no podía eludirlo; si daba la vuelta buscando huir, los otros lobos la alcanzarían y la harían pedazos.

Presa de angustia gritó y gritó pidiendo socorro a su madre.  No obstante, en lo peor de la pesadilla lo sobrenatural intervenía: el lobo humano se había esfumado y ella no estaba ahora en el cementerio. Corría rumbo a su choza, pero la modesta puerta permanecía cerrada. Cuando al fin su progenitora abría la entrada y la tomaba entre sus brazos la infante aún temblaba empapada por un frío sudor.

- Fue una pesadilla, amor mío; sólo un feo sueño que has tenido. Estoy aquí contigo, y nada malo nos va a pasar- le insistía, tratando de calmarla.

Había despertado. Se vio sobre el lecho, dentro de su hogar a salvo de los lobos; no existía ya el lobo parecido a un hombre salvaje, el jefe de la manada que la atacaba en la noche.

La niña se desprendió del protector abrazo y se dirigió hasta la ventana, descorrió la cortina y miró. Afuera acechaban esos monstruos humanos, sus ojos refulgían furibundos, de sus fauces hambrientas salían filosos colmillos. La madre se le acercó y también observó hacia afuera, pero no percibió nada extraño allí. Juanita tampoco los veía ya, los lobos se habían esfumado.

Cuando por la tarde el sujeto menudito vino por ellos con sus caballos Juanita no quería irse. Sabía que su madre tenía razón, que debían abandonar ya esa aldea donde padecían la miseria y el hambre. Debían agradecer a aquel individuo esmirriado que, a cambio de unas monedas, iba a conducirlas a una vida mejor.

Además, era peligroso seguir viviendo allí. En los alrededores habían ocurrido las violentas muertes, y el miedo que a todos invadía se le estaba contagiando. Sí, esa tenía que ser la verdadera razón de sus pesadillas con lobos. De la premonición fatal que la estremecía, y que la pequeña se esforzaba por sacar de su mente.

Tras cargar sus pobres pertenencias iniciaron la travesía rumbo a la ciudad. El hombrecito se mostraba educado y amable con ellas mientras, montados en sus caballos, los tres recorrían el atajo que únicamente él conocía.

Entre tanto, el sol se ponía y la oscuridad ganaba espacio al celeste cielo. Una brillante luna redonda despuntaba encima del ramaje que bordeaba ese camino perdido. El viaje ahora parecía interminable.

Cuando al amanecer siguiente las encontraron, los aldeanos quedaron aterrados ante la visión de esos dos cadáveres femeninos despedazados.

A partir de entonces, los vecinos se apretujaban en torno a la gran casona que en el pueblo hacía las veces de iglesia. Miraban de reojo la luna llena, oculta entre negras nubes de lluvia. Los más aprensivos creyeron distinguir figuras monstruosas en el brumoso cielo; y no faltaron quienes afirmaran haber visto la silueta del Maligno flotando en el horizonte. Algunos campesinos llevaban cruces de madera, otros llameantes antorchas. Algunos temblaban, otros alzaban sus voces clamando venganza, por sus niños y mujeres asesinados.

El engendro malvado que desde meses atrás provocaba esa tragedia no era humano, según se decía. En un tiempo había sido uno como ellos pero un aciago día, por codicia y despecho, le había vendido su alma al diablo.

En las noches de plenilunio, como esta en la cual se congregaban, el criminal se transformaba en un lobo, y destrozaba a los infelices que tenían la desgracia de cruzarse en su camino. Ellos habían salido en tropel hacia el centro del pueblo; iban muy juntos, formando una compacta masa humana. Llenos de pavor rodearon el camposanto. Sólo la misericordia del Señor tenía el poder suficiente para preservarlos de la feroz bestia.

Por tal motivo, todas las noches de luna llena los aldeanos repetían el mismo ritual. Se agolpaban exhibiendo cruces y antorchas alrededor de la iglesia. Algunos pedían a gritos la protección divina, otros maldecían y rezaban para que se diera muerte al licántropo y terminara aquella pesadilla. Cuando al fin fue atrapado, intentaron asaltar la comisaría. Querían tomar justicia por mano propia y aniquilar al monstruo. Pero una vez que lo vieron no podían dar crédito a sus ojos.

Aquel enano enclenque no podía ser el culpable. Era imposible que ese frágil sujeto fuera el asesino bestial; no podía serlo a menos de que en verdad hubiera pactado con las tinieblas, a menos de que ese hombre llamado Manuel Romasanta realmente fuera un hombre lobo.

El individuo en cuestión no era muy agraciado: medía apenas un metro y cuarenta centímetros y apenas tenía pelo. Además, quizá por los rumores en el pueblo sobre su nacimiento como niña, sus vecinos creían que era afeminado, y que servía para realizar trabajos propios de ambos sexos. Tras quedar viudo y sin hijos se dedicó a su oficio de buhonero (vendedor ambulante de baratijas) y recorría las tierras de Galicia, Portugal, León, Asturias e incluso Cantabria comprando paños y manteca para revenderlos. Parecía inofensivo pero, como se supo después, fue el responsable del asesinato de nueve personas, adultos y niños de dos familias.

El sujeto se ofrecía a ayudar a quienes quisieran emigrar del campo a la ciudad, explicando que tenía conocidos en Santander y otros lugares, y proporcionándoles ficticias direcciones y contactos. Sin embargo, al poco de iniciar la marcha con los emigrantes, cometía el crimen, casi siempre mediante mordiscos y asfixia, y robaba las valiosas, aunque escasas, pertenencias de las gentes que dejaban atrás el pueblo.

Cuando la falta de noticias de los emigrados extrañaba a sus parientes, se inventaba historias y cartas falsas aprovechando que muchos no sabía leer ni escribir.

Tras su captura declaró ser un hombre lobo, que perpetraba esos desmanes cuando la luna llena le hechizaba y le hacía perder la consciencia hasta transformarlo en un ente maligno que despedazaba a sus víctimas para saciar una irrefrenable sed de sangre. Sus versiones no convencieron al juez, y el 6 de abril de 1853, el juzgado de Allariz dictó contra él la pena capital por garrote vil.

Se lo declaró autor de los asesinatos de Manuela, Benita y Josefa García Blanco y los de Antonia Rúa y sus hijos, nueve en total; otros cuatro crímenes que se supuso había cometido, incluidos los de Juanita y su madre, no se pudieron probar.

Un indulto le salvó la vida, aunque siempre quedó en duda si finalmente fue liberado o si falleció en la cárcel. El rastro del licántropo se perdió en el penal de Allariz. La versión oficial asegura que falleció de muerte natural a poco de ingresar en la prisión, pero las leyendas se dispararon. Algunas aseguraban que se escapó convertido en un animal feroz, y que volvía para esconderse en los bosques.

* Texto de Gabriel Antonio Pombo.

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