La mujer triste.


Mi amiga Samantha siempre había estado dispuesta a ayudar a quien lo necesitara, ya fuera en la escuela, en su vecindario o entre sus amigos. Pasaba horas organizando juegos para los niños más pequeños o recolectando alimentos para quienes tenían menos. Por eso, nadie se sorprendió cuando, hace seis meses, al cumplir 18 años, anunció que quería tomarse un año libre para colaborar con los voluntarios que ayudaban a las personas sin hogar en la ciudad. Desde aquél momento siempre había estado muy ocupada y apenas nos habíamos visto, por eso me sorprendió que un día me llamase cerca de las 12 de la noche para hablar conmigo.
—Hola… ¿estás bien? Hace tiempo que no hablamos—, le dije desde la cama, notando un extraño temblor en su voz.
—Sí, lo sé… Lo siento—. Samantha suspiró al otro lado del teléfono. Se oían ruidos de la calle, pasos apresurados, coches pasando, y esa sensación de soledad que se siente a esas horas en Madrid.
—¿Estás afuera? Es tarde para estar por ahí sola—. La preocupación me tensó el pecho.
—Estoy cerca de tu casa… Quería verte—, respondió ella, y pude oír cómo su voz se quebraba un poco, como si estuviera al borde del llanto.
—Por supuesto, ¿quieres que baje?—, sugerí, sintiendo un frío inexplicable que me recorría la espalda. No era común que Samantha se mostrara tan vulnerable.
—Sí, por favor. Estoy en el parque, justo al lado de tu edificio—. Hubo un silencio breve, y luego susurró—: No estoy sola.
Me congelé. ¿No estaba sola? Traté de racionalizarlo. Tal vez estaba con algún voluntario, o con alguien más que necesitaba ayuda.
—¿Quién está contigo?—, pregunté, mientras me quitaba el pijama y me vestía para salir.
—Es… una mujer—, murmuró Samantha. Había una pausa incómoda—. Ella me sigue a todos lados.
—¿Te sigue?—, repetí, incrédula, mientras recogía una chaqueta y salía de mi apartamento. La noche había caído hacía horas, y las luces anaranjadas de las farolas apenas lograban disipar las sombras que invadían la calle.
—Sí… desde hace días—, continuó Samantha. Podía escuchar su respiración acelerada—. La vi por primera vez cerca de la plaza de Callao. Estaba entre los indigentes que ayudábamos… Al principio pensé que solo necesitaba ayuda, pero… nunca habla. Solo me mira, triste, muy triste.
Llegué al parque, vi a Samantha sentada en un banco y colgué el teléfono. Su rostro estaba pálido, los ojos enrojecidos, y al lado de ella, apenas iluminada por la luz de la farola, estaba una anciana. Era como si la oscuridad se aferrara a esa figura, ocultando sus rasgos, salvo por unos ojos apagados que parecían vacíos.
—Esa es ella—, susurró Samantha al verme acercar. Su voz era un hilo.
—Hola—, saludé, más por reflejo que por otra cosa. La anciana no reaccionó.
Me senté junto a Samantha, intentando ignorar el hecho de que la mujer me observaba sin decir nada.
—No sé qué hacer—, continuó Samantha, continuando la conversación dónde la habíamos dejado—. Aparece cada vez que salgo a ayudar. A veces, cuando miro hacia una esquina, está allí, esperándome. No sé cómo explicarlo, pero siento que no puedo ignorarla, que necesita algo de mí…
—Samantha, esto no tiene sentido—, respondí—. Es solo una anciana, tal vez necesita ayuda, tal vez está confundida. Podemos llamar a alguien…
—No, no lo entiendes—, me interrumpió, apretando mi brazo con fuerza. La desesperación en sus ojos me desarmó—. Ayer, finalmente, me habló.
—¿Qué te dijo?—, la figura de la anciana parecía oscilar en la penumbra, como si la luz no pudiera tocarla.
—Me dijo que debía verte esta noche… que debía hacer algo—. Samantha bajó la mirada, y susurró, casi para sí misma—: Y no puedo decirle que no.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando la vi sacar un cuchillo del bolsillo de su abrigo. La hoja brilló un instante antes de que la luna se escondiera tras una nube.
—Sam… ¿qué estás haciendo?—, murmuré, retrocediendo lentamente.
Ella me miró, mientras más lágrimas caían por su rostro.
—Lo siento, no puedo detenerme. Ella no me dejará en paz hasta que lo haga—, dijo, levantando el cuchillo.
La anciana seguía ahí, inmóvil, pero algo había cambiado. Una mueca, una especie de sonrisa, comenzaba a formarse en sus labios secos. De repente lo entendí. Esa sonrisa no era de alivio, sino de satisfacción. Era como si hubiera encontrado lo que había estado buscando.
En un parpadeo, todo se aclaró en mi mente. El recuerdo de un accidente, una noche lluviosa, y una mujer que quedó tendida en el asfalto. Mi coche, los gritos… y mi huida.
—Samantha, por favor…—, supliqué, sintiendo el frío del miedo paralizarme, pero antes de que pudiera reaccionar, la hoja del cuchillo cortó el aire hacia mí.
Lo último que vi fue la anciana, sonriendo ampliamente, satisfecha. Al fin, había encontrado a la persona que la atropelló.

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