EMILY




 Ser un papá nuevo fue más difícil de lo que esperaba. Las noches sin dormir, la preocupación constante y la enorme responsabilidad me pesaban de maneras que nunca imaginé. Pero, por más cansado que estuviera, no podía evitar revisar el monitor de bebé cada pocos minutos, solo para asegurarme de que todo estuviera bien con nuestra pequeña Emily. Se convirtió en un hábito, casi una obsesión, tener ese monitor a la mano, siempre escuchando cualquier señal de angustia.

Una noche, después de otro agotador día, me quedé dormido en el sofá con el monitor de bebé a mi lado. La casa estaba extrañamente silenciosa, salvo por el ocasional crujido de las viejas tablas del suelo. En mi estado de somnolencia, lo escuché—una voz suave, casi tranquilizadora, proveniente del monitor. Al principio pensé que estaba soñando, pero a medida que la voz continuaba, me di cuenta con creciente temor de que esto era real. La voz no era la mía y definitivamente no era la de mi esposa. Era baja y áspera, pero de alguna manera calmada, como alguien que había estado susurrando durante siglos. “No te preocupes, la estoy vigilando,” dijo la voz.

Mi corazón se aceleró mientras me levantaba del sofá. La voz era tan clara, como si alguien estuviera en la habitación con mi hija. Corrí escaleras arriba, con el pulso retumbando en mis oídos. Abrí la puerta de su habitación esperando lo peor. Pero al llegar, Emily estaba profundamente dormida en su cuna, su pequeño pecho subiendo y bajando pacíficamente. No había nadie más en la habitación, ni señales de nada fuera de lo común. El monitor de bebé estaba en silencio, sin rastro de la voz que me había helado hasta los huesos.

La noche siguiente, no pude dormir en absoluto. Me senté en la habitación de Emily, mirando el monitor, esperando que algo sucediera. Pasaron las horas y no ocurrió nada. Justo cuando comenzaba a pensar que había imaginado todo, la voz volvió, esta vez más insistente. “Ahora es mía,” susurró. El monitor se apagó de repente, la pantalla parpadeando a negro. Salté de un brinco, mi mente corriendo aterrorizada. Corrí hacia la cuna, pero al mirar dentro, mi corazón se detuvo—Emily había desaparecido.

Se llamó a la policía y se realizó una búsqueda frenética, pero nunca la encontraron. No pudieron explicar cómo había desaparecido sin dejar rastro, con todas las puertas y ventanas cerradas. La única evidencia que quedó fue el monitor de bebé, ahora silencioso y frío. Pero cada noche, aún escucho esa voz, burlándome, recordándome lo que perdí. “Ahora es mía,” dice, una y otra vez, hasta que me lleva al borde de la locura.

No puedo deshacerme del monitor. Es la única conexión que me queda con Emily, incluso si está embrujado por lo que sea que se la llevó. Algunas noches, me quedo despierto, esperando contra toda esperanza escuchar su llanto, que de alguna manera vuelva. Pero todo lo que escucho es esa voz, y lentamente me está volviendo loco. No sé cuánto más puedo soportar. Solo quiero que mi hija vuelva, pero en el fondo sé que se ha ido, y no hay nada que pueda hacer para traerla de regreso

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