jueves, 17 de octubre de 2024

EL LIBRO

 


Entré al caserón en silencio, ya pasada la medianoche. Las fajas policiales seguían colocadas allí, olvidadas. Pasé por el hall de entrada, mirando hacia un lado y el otro.

Había estado tres o cuatro veces allí. Ricardo Ordóñez, su dueño, contrató mis servicios como detective para buscar un libro, viejo y raro, que le habían robado y que, según él, costaba una fortuna. Pagaba bien, muy bien. Eso fue lo que me hizo más llevadera su manera de ser, despectiva y grosera. Su actitud de estar oliendo mierda todo el tiempo, y en mi caso, mucha mierda.

Durante esos días, mi búsqueda había sido infructuosa, hasta que de casualidad di con el ladrón: estaba muerto. Todavía recuerdo sus ojos, oídos y nariz manando sangre; y el grito mudo de horror que deformaba su boca.

Le devolví el libro a Ordóñez. Me lo agradeció con un cheque extra, y luego me despidió de la misma manera asquerosa que la primera vez.

En la mañana de ayer, el mismo amigo que me había avisado de la muerte de este ladrón anónimo, me llamó desde el caserón de “La Horqueta”. Ordóñez estaba muerto. Llegué justo en el momento en que lo estaban transportando al camión de la morgue. No sé qué impulso hizo que quiera ver su cuerpo. Ojalá nunca lo hubiera hecho. El gesto de terror en su rostro arrugado, sus ojos ensangrentados, sus oídos, su nariz. Volví a cubrirlo, tratando de disimular la impresión que me había causado, y entré a la casa. Allí me esperaba el subcomisario Domínguez con su conclusión: un segundo ladrón. Me dijo que había mandado a sus hombres a rastrear los alrededores y me advirtió, además, que no me metiera en problemas. Lo miré, incrédulo, y sin decir nada, me quedé recorriendo la casa, como quien no quiere la cosa. Luego me fui a esperar que llegara la noche, para “meterme en problemas”.

Caminé hacia la biblioteca. Rompí la faja que clausuraba la puerta y entré.

Los ventanales se encontraban abiertos y la luz de la luna iluminaba la habitación con un resplandor fantasmal. Decidí apagar la linterna y esperé a que mis ojos se acostumbraran a la nueva iluminación.

Recorrí la estancia sin saber lo que buscaba, cuando mis ojos repararon en el escritorio en el cual Ordóñez trabajaba en el momento de su muerte. Me acerqué. Había papeles que el viejo, con seguridad, arrastró con él al caer. Los levanté sin pensar y los coloqué sobre el escritorio. Allí fue que lo vi: el libro. La policía no lo había notado, no me parecía raro que se les hubiera pasado por alto. Con solo ver su tapa me recorrió un escalofrío y sentí un miedo instintivo ante la cubierta, llena de símbolos que no comprendía. Sabía que tenía que verlo más de cerca, que ese libro era la clave para resolver este enigma. Comenzó a dolerme de una forma horrible la cabeza; no quería llevar mi mano hacia él. Algo que no comprendía, algo más profundo y más viejo que mi pobre instinto de detective me decía que no tocara ese libro perverso, pero mi mano se estiró y se posó sobre la tapa de piel, y caí al piso como si hubiera recibido una descarga de electricidad. Mi cabeza zumbaba de dolor, temblaba por la visión, y mi corazón se sacudía dentro de mi pecho. Traté de pararme, pero la náusea me venció y vomité en el suelo, manchando unas hojas que había arrastrado en mi caída. Me obligué a respirar profundo y, cuando la náusea comenzó a aminorar, al fin pude pararme. Todavía con el corazón latiendo desbocado en mi pecho, volví al escritorio y me enfrenté al asesino.

Miré el libro con odio, pero dentro de él estaba la solución para el crimen. Tenía que saber, por encima del terror que se escondía en sus páginas. Sabía que allí habría algo que me ayudaría a resolver las muertes, ¿y a evitar cuántas otras?

Me acerqué con lentitud y, de nuevo, la sensación de espanto se apoderó de mí al ver esa tapa cerrada. Mi cabeza estallaba en mil dolores diferentes. No quería leerlo, pero mis manos siguieron dirigiéndose hacia él.

Finalmente lo abrí. Y lo sentí. ¿Así se habría sentido el viejo Ordóñez? ¿Este horror, adentrándose en su cuerpo, era lo que lo había matado? Algún impulso o instinto de supervivencia hizo que mis manos cerraran esas páginas demoníacas justo a tiempo, y lo único que recuerdo es haber estado corriendo hacia la calle, como un desquiciado. Cuando me paré, tenía la nariz sangrando y los ojos hinchados. Maldiciéndome, me obligué a volver sobre mis pasos, sin importar que alguien hubiera visto mi carrera desesperada.

Volví a entrar y me dirigí a la biblioteca. Tomé los papeles que había en el escritorio y con ellos envolví ese libro repugnante y corrí hacia la cocina, como si llevara algo vivo y peligroso en mis manos. ¡Y claro que era peligroso!¡Había matado a dos hombres que se atrevieron a husmear en sus páginas!

Tomé una olla grande y metí todo allí dentro. Agarré aceite y lo rocié. Luego, con un fósforo, prendí fuego a ese libro y me quedé esperando a que las llamas consumieran la amenaza que representaba. Había matado a un hombre sentado en su escritorio, por haber visto...

¿Haber visto qué?

¡¿Qué clase de horror habían visto Ordóñez y el ladrón sin nombre, si el maldito libro no tenía ni una sola palabra escrita?!

Rodrigo Arjona

https://rodrigoarjonaescritor.blogspot.com

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