Entré al
caserón en silencio, ya pasada la medianoche. Las fajas policiales seguían
colocadas allí, olvidadas. Pasé por el hall
de entrada, mirando hacia un lado y el otro.
Había
estado tres o cuatro veces allí. Ricardo Ordóñez, su dueño, contrató mis servicios
como detective para buscar un libro, viejo y raro, que le habían robado y que,
según él, costaba una fortuna. Pagaba bien, muy bien. Eso fue lo que me hizo
más llevadera su manera de ser, despectiva y grosera. Su actitud de estar
oliendo mierda todo el tiempo, y en mi caso, mucha mierda.
Durante
esos días, mi búsqueda había sido infructuosa, hasta que de casualidad di con
el ladrón: estaba muerto. Todavía recuerdo sus ojos, oídos y nariz manando
sangre; y el grito mudo de horror que deformaba su boca.
Le
devolví el libro a Ordóñez. Me lo agradeció con un cheque extra, y luego me
despidió de la misma manera asquerosa que la primera vez.
En
la mañana de ayer, el mismo amigo que me había avisado de la muerte de este
ladrón anónimo, me llamó desde el caserón de “La Horqueta”. Ordóñez estaba
muerto. Llegué justo en el momento en que lo estaban transportando al camión de
la morgue. No sé qué impulso hizo que quiera ver su cuerpo. Ojalá nunca lo
hubiera hecho. El gesto de terror en su rostro arrugado, sus ojos
ensangrentados, sus oídos, su nariz. Volví a cubrirlo, tratando de disimular la
impresión que me había causado, y entré a la casa. Allí me esperaba el
subcomisario Domínguez con su conclusión: un segundo ladrón. Me dijo que había
mandado a sus hombres a rastrear los alrededores y me advirtió, además, que no
me metiera en problemas. Lo miré, incrédulo, y sin decir nada, me quedé
recorriendo la casa, como quien no quiere la cosa. Luego me fui a esperar que
llegara la noche, para “meterme en problemas”.
Caminé
hacia la biblioteca. Rompí la faja que clausuraba la puerta y entré.
Los
ventanales se encontraban abiertos y la luz de la luna iluminaba la habitación
con un resplandor fantasmal. Decidí apagar la linterna y esperé a que mis ojos
se acostumbraran a la nueva iluminación.
Recorrí
la estancia sin saber lo que buscaba, cuando mis ojos repararon en el
escritorio en el cual Ordóñez trabajaba en el momento de su muerte. Me acerqué.
Había papeles que el viejo, con seguridad, arrastró con él al caer. Los levanté
sin pensar y los coloqué sobre el escritorio. Allí fue que lo vi: el libro. La policía no
lo había notado, no me parecía raro que se les hubiera pasado por alto. Con
solo ver su tapa me recorrió un escalofrío y sentí un miedo instintivo ante la
cubierta, llena de símbolos que no comprendía. Sabía que tenía que verlo más de
cerca, que ese libro era la clave para resolver este enigma. Comenzó a dolerme
de una forma horrible la cabeza; no quería llevar mi mano hacia él. Algo que no
comprendía, algo más profundo y más viejo que mi pobre instinto de detective me
decía que no tocara ese libro perverso, pero mi mano se estiró y se posó sobre
la tapa de piel, y caí al piso como si hubiera recibido una descarga de
electricidad. Mi cabeza zumbaba de dolor, temblaba por la visión, y mi corazón
se sacudía dentro de mi pecho. Traté de pararme, pero la náusea me venció y vomité en
el suelo, manchando unas hojas que había arrastrado en mi caída. Me obligué a
respirar profundo y, cuando la náusea comenzó a aminorar, al fin pude pararme.
Todavía con el corazón latiendo desbocado en mi pecho, volví al escritorio y me
enfrenté al asesino.
Miré el libro
con odio, pero dentro de él estaba la solución para el crimen. Tenía que saber,
por encima del terror que se escondía en sus páginas. Sabía que allí habría
algo que me ayudaría a resolver las muertes, ¿y a evitar cuántas otras?
Me acerqué con
lentitud y, de nuevo, la sensación de espanto se apoderó de mí al ver esa tapa
cerrada. Mi cabeza estallaba en mil dolores diferentes. No quería leerlo, pero
mis manos siguieron dirigiéndose hacia él.
Finalmente lo
abrí. Y lo sentí. ¿Así se habría sentido el viejo Ordóñez? ¿Este horror,
adentrándose en su cuerpo, era lo que lo había matado? Algún impulso o instinto
de supervivencia hizo que mis manos cerraran esas páginas demoníacas justo a
tiempo, y lo único que recuerdo es haber estado corriendo hacia la calle, como
un desquiciado. Cuando me paré, tenía la nariz sangrando y los ojos hinchados.
Maldiciéndome, me obligué a volver sobre mis pasos, sin importar que alguien
hubiera visto mi carrera desesperada.
Volví a entrar
y me dirigí a la biblioteca. Tomé los papeles que había en el escritorio y con
ellos envolví ese libro repugnante y corrí hacia la cocina, como si llevara
algo vivo y peligroso en mis manos. ¡Y claro que era peligroso!¡Había matado a
dos hombres que se atrevieron a husmear en sus páginas!
Tomé una olla
grande y metí todo allí dentro. Agarré aceite y lo rocié. Luego, con un
fósforo, prendí fuego a ese libro y me quedé esperando a que las llamas
consumieran la amenaza que representaba. Había matado a un hombre
sentado en su escritorio, por haber visto...
¿Haber
visto qué?
¡¿Qué
clase de horror habían visto Ordóñez y el ladrón sin nombre, si el maldito
libro no tenía ni una sola palabra escrita?!
Rodrigo Arjona
https://rodrigoarjonaescritor.blogspot.com
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