Nunca creí en esas historias de terror que me contaban de niño, pero lo que me pasó esa noche cambió mi forma de ver las cosas para siempre. Era tarde, quizá ya pasada la medianoche, cuando decidí cortar por el cementerio para acortar camino. Sabía que no era la mejor idea, pero estaba cansado y solo quería llegar a casa.
El aire era frío y pesado, como si algo en el ambiente estuviera mal. A mitad de camino, vi una figura encorvada, cubierta por una capa oscura. Me quedé congelado, el corazón latiendo en mis oídos. La figura se giró lentamente hacia mí, revelando un rostro de pesadilla: piel pálida, casi podrida, con ojos que ardían en un rojo profundo. Y lo peor de todo, esa sonrisa torcida, llena de dientes amarillentos.
En su mano huesuda sostenía una manzana roja, tan brillante que casi parecía una broma en ese entorno lúgubre. Pero algo en la forma en que me miraba me hizo sentir que estaba jugando con algo mucho más peligroso que una simple fruta.
No sé cuánto tiempo me quedé allí, incapaz de moverme. Solo recuerdo que, de repente, sentí una oleada de terror puro, como si mi cuerpo finalmente entendiera lo que mi mente se negaba a procesar. Di un paso atrás, y luego otro, hasta que me di la vuelta y corrí como nunca antes en mi vida.
Juro que mientras corría, escuché su risa, una mezcla de susurros y crujidos, persiguiéndome en la oscuridad. Cuando finalmente llegué a casa, me encerré en mi cuarto, temblando, con la imagen de esos ojos rojos grabada en mi mente.
Desde esa noche, no he vuelto a pasar por ese cementerio. De hecho, evito salir después de oscurecer. Porque sé que algo sigue ahí afuera, esperándome. Y no pienso darle la oportunidad.
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