El restaurante tenía una mesa ocupada. Fuera de las dos encargadas de la cocina, sólo Lulú, la camarera, se encontraba en el local. El único comensal, irritado por la demora, ya había sobrepasado la fase de los nervios.
Estrelló el mango del cuchillo en la mesa y rugió exigiendo ser atendido. Lulú se aproximó con cara distraída como la de quien pide disculpas.
«Ya va a estar pronto, señor. Tenga un poco de paciencia. Es que Felipe amaneció enfermo y nos atrasamos». Lo dijo con tanta candidez que casi susurró en el oído las palabras a su cliente.
El reloj dio otra vuelta. El hombre seguía esperando. De la insistencia pasó a los insultos. Se dirigió a Lulú con palabras viles y exigió la presencia del patrón.
«Esto es una falta de respeto. A ver si sirves para algo y le dices a ese tal de Felipe que quiero hablar con él antes de abrir una denuncia contra este cuchitril. Y vé rápido que tengo mucha hambre, muchacha inútil».
Continuó ofendiendo a la chica, que mantenía la misma cara de hoja en blanco.
«Está bien, señor, ya voy a llamarlo», dijo Lulú, mirando la calle para que el furioso cliente no viese su rostro.
Hizo una mueca de asco y salió saboreando la rabia. Los ojos se incendiaron con un brillo nuevo y diabólico. Pasó por la cocina. Avisó a las cocineras que mantuviesen la puerta cerrada y entró en el cuarto del fondo, donde estaba la jaula.
Felipe acababa de despertar. El bonito cachorro de león se acercó a los barrotes y se dejó acariciar por su dueña. Lulú destrabó el cerrojo.
Desde el comedor, el hombre impaciente oyó cuando la verja de metal crujió sobre las baldosas. La camarera apenas susurró:
«Anda, mi gatito, que tú también debes estar con mucha hambre a esta hora».
“Almuerzo”
© Alberto Macadar
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