LA NIÑA DEL SEMAFORO



Eran más de las once  cuando detuve mi auto en el semáforo rojo. Esperé a que cambiara porque quería llegar pronto a casa. Cuando cambió, intenté arrancar, pero el auto no respondió. Busqué por todas partes para ver qué pasaba, aunque no entiendo mucho de mecánica de autos. Estaba en esto cuando escuché una voz que me dijo afuera, “señor, se lo limpio”. Sé a quién pertenece esa voz, o al menos quiénes son los que lo hacen. Son pequeños que muchas veces son obligados por sus padres o familiares a salir a limpiar los vidrios de los autos en los semáforos por unas pocas monedas. Es muy habitual en mi ciudad, pero no lo es que sea a esas horas de la noche.

Así que levanté la mirada y vi a una pequeña niña de unos ocho o nueve años, sucia y descalza. Abrí la ventanilla para decirle que no, gracias, pero más para preguntarle qué hacía tan tarde, a esas horas de la noche, aún trabajando. A quién podrá limpiarle el vidrio a esa hora y más aún con los peligros que pueden haber. Cuando abrí la ventanilla, sentí que un frío golpeaba mi cara, un frío que no era normal, un frío gélido, un frío de muerte. Pero no fue esto lo más atemorizante. Lo más aterrador fue que la niña había desaparecido ante mis ojos, se había desvanecido, se había vuelto noche.

Asustado, subí la ventanilla e intenté encender el carro a como diera lugar. Para asombro y alegría mía, encendió a la primera. Arranqué de nuevo hacia casa. Muchas veces más volví a pasar por aquel lugar, por aquel semáforo, muchas de éstas en la noche, pero nunca más volví a ver aquella aparición, aquella niña de cara triste que me dio compasión verla, pero también terror al verla desaparecer.

MORALEX

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