LA CENA..



 Desde pequeña, había sentido una vocación irrefrenable por la enseñanza. Me fascinaba la idea de transmitir conocimientos, despertar mentes, de iluminar caminos. Por eso cuando me ofrecieron la oportunidad de ejercer mi profesión en un pueblo remoto, en plena sierra, no lo pensé dos veces. Creí que sería una experiencia maravillosa, una prueba de fuego para mí carrera. No imaginaba que sería el inicio de mi infi€rn0. 

El pueblo era un lugar olvidado por el mundo, rodeado de bosques sombríos y montañas escarpadas.

 Allí, la gente vivía de la tierra, con lo  poco que les daba. Me comentaron que los maestros escaseaban, que los que venían se marchaban pronto. No me dieron muchos detalles, solo me dijeron que era un trabajo duro.

Llegue un domingo por la tarde, en un autobús destartalado, que hacía el trayecto una vez a la semana. El viaje fue largo y agotador, pero yo estaba llena de ilusiones. Al día siguiente, me incorporé a la escuela, que quedaba a pocos pasos.

Entré al aula y me encontré con las miradas de los niños, que me observaban fijamente. No había ni una mueca de alegría, ni un gesto de bienvenida, ni un susurro de curiosidad, solo sus ojos que me taladraban.

Traté de ocultar mi nerviosismo y me presente, pero ninguno me respondió; seguían mirándome como si fuera de piedra.

Comencé las clases, siguiendo el programa que me habían entregado. Les hablé de números, de palabras, de cosas. Les hice preguntas, les pedí que colaboraran, les propuse actividades. Nada sirvió. Los niños no mostraban ningún interés ni entusiasmo. Solo repetía lo que yo decía, sin comprender ni razonar. Era como hablar con muñecos. Me sentía frustr@da e impotente.

Así transcurrieron las semanas.

Cada día era igual. Yo intentaba enseñar, y ellos solo me miraban. No había comunicación, ni cariño, ni aprendizaje. Era una p€sadilla.

Lo peor era que nadie me apoyaba. La directora me d€spr€ciaba, los maestros me rehuían y los padres de los niños no pisaban la escuela. Me sentía sola y abandonada.

Hasta que un día, uno de los  niños se acercó a mi escritorio al final de la clase. Era un niño rubio y flaco, que siempre se sentaba en primera fila. Me dijo que quería invitarme a cenar a su casa y que sus padres estarían felices de conocerme.

Me sorprendió su actitud, tan distinta a las de sus compañeros. Pensé que quizá era una oportunidad de acercarme a ellos y romper el hielo. Acepté con cortesía, y le dije que iría esa misma tarde.

Y así fue, a la hora de salida, el niño me guió por un sendero que salía del pueblo. Me dijo que su casa estaba cerca, y que no tardaríamos en llegar.

Caminamos por el sendero, que se internaba en el bosque y llegamos a un claro donde había una cabaña de madera.

El niño abrió la puerta y me invitó a pasar.

En el interior de la cabaña, una multitud de rostros hambrient0s me esperaban; apenas crucé el umbral se abalanzaron sobre mí y me inmovilizaron, me atar0n con cuerdas ásperas y sucias, y me arrastraron hacia una mesa de madera. Sobre la mesa, había un mantel de plástico elegante, con flores bordadas y encajes; contrastaba con el resto del lugar, que era oscuro y sucio.

El niño se 

acercó y me confesó con una voz sini€stra que su familia llevaba días sin comer, y que estaban desesperados por probar su manjar preferido.

Los demás solo me veían y se reían de mí, disfrutando mi sufrimiento. Se sentaron a la mesa y empezaron a cortar mi carn€ con saña saboreando cada bocado. Yo aún estaba viva, pero eso no importaba, ellos solo querían alimentarse de mi dol0r.

Sentí un pánic0 indescriptible, una angustia inmensa. Quise cerrar los ojos, quise dejar de ver aquella escena. Pero no pude, estaba paralizada por el mi€do.

Solo podía mirarlos esperando el golpe final.

En algún momento llegaron hasta mi p€ch0 y lo abrieron con brutalidad. Yo solté un grito de ag0nía, que fue el último sonido que salió de mi boca; el último sonido que escuché, el último grito de mi vida.

Creditos a su autor: CARLOS ARDERE

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