He de confesar que, desde el momento en que me hice sacerdote, nunca había sentido un impulso tan fuerte hacia la perversidad. Es cierto que, en muy pocas ocasiones, he experimentado pequeñas tentaciones, como cualquier ser humano expuesto a las cosas de este mundo. Sin embargo, siempre he logrado mantenerme firme, resistiendo esas sensaciones y dedicando mi vida a la Iglesia.
Pero hay una mujer… una pecadora que ha venido de manera constante a confesarse. Sus pecados, relatados con una naturalidad perturbadora, revelan su gusto por la fornicación y los placeres más oscuros de la carne. Mientras describe con detalle sus actos, lo hace con una sonrisa casi demoniaca, disfrutando visiblemente de mi incomodidad al escucharla. Ella no es como otras almas arrepentidas; sus confesiones parecen más bien un juego perverso, diseñado para tentar, para atraerme a su red de corrupción.
Esta mujer no solo se confiesa, sino que lo hace con un atuendo provocativo y cuidadosamente elegido. Sus vestidos, siempre de colores vivos y alegres, no contrastan con el recinto sagrado en el que nos encontramos. Sus labios, pintados de un rosado intenso, brillan bajo la tenue luz del confesionario, y sus ojos, enmarcados con rímel y otros cosméticos, muestran una mirada cargada de perversidad y seducción. Es como si su mera presencia fuera un desafío, una prueba constante para mi vocación.
Hoy, su confesión fue diferente. Me habló de sus fantasías… conmigo. Me dijo que encontraba en mí una atracción irresistible, precisamente por ser sacerdote. Sus palabras, pronunciadas con un tono casi lascivo, me desarmaron. Y, antes de irse, deslizó una tarjeta por debajo del confesionario, revelándome la dirección de su domicilio, invitándome a pecar.
Desde ese momento, una oscura perversidad comenzó a enraizarse en mi mente. Pensamientos inconfesables invadieron mi espíritu, imágenes de actos prohibidos se formaron en mi mente, como si una fuerza demoniaca hubiera tomado control de mi ser. Luché contra ello, pero al caer la noche, me encontré caminando hacia su casa, la dirección grabada en mi mente como un mandato inevitable. Me detuve frente a su puerta, debatiéndome entre la razón y el pecado. Pero la decisión ya estaba tomada.
Toqué a la puerta, y ella me recibió con una lencería provocativa que dejaba poco a la imaginación. Entré, mi corazón latiendo con fuerza, mientras la puerta se cerraba tras de mí. Sin decir una palabra, mis manos se alzaron, rodeando su cuello con una firmeza aterradora, lanzándola a la cama. Pude ver el pánico en sus ojos mientras luchaba por respirar, su rostro tornándose de un tono púrpura a medida que la vida la abandonaba lentamente.
Finalmente, el silencio cayó sobre la habitación. La tentación había sido eliminada, y con ella, la voz que me incitaba al pecado. Ella ya no volverá al confesionario; ya no habrá más confesiones de lujuria ni palabras destinadas a enredarme en sus deseos oscuros. Mi impulso de perversidad finalmente venció al suyo...
Autor: Relatos de Terror Alexander JR
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