-Buenos días, hijo-. -Buenos días, Padre-. Dijo el hombre arrodillado en el confesionario, su voz no revelaba nada, en cambio su postura, revelaba el nerviosismo que invadía todo su cuerpo. -¿Qué pecado has cometido?-. Preguntó el cura a través de la celosía. -Padre, necesito que me perdone-. El cura asintió. -No sientas temor, hijo. Cuéntame cuales son tus pecados con humildad, que en este momento el señor te está escuchando-. -Padre, lo que pasa es que no lo he cometido aún. El hombre agachó la cabeza para mirar sus manos, sus dedos hacían girar su anillo de boda. Mientras, el cura sorprendido intentaba ver las expresiones de su interlocutor. -Hijo, si no has cometido pecado alguno. ¿Cómo quieres que te de una absolución? No entiendo-. El hombre se removió inquieto, tragó la saliva que se le había acumulado en la boca, y el silencio era tan denso que sintió que el trago lo escuchó toda la iglesia. -Padre, porque necesito que lo haga, lo que haré es una cosa terrible y de eso depend