LAS VASIJAS DE LA BISABUELA


Se cuenta que en uno de los tradicionales barrios de Buenos Aires una joven había decidido vender la casona de su bisabuela. Había recorrido las alamedas y los inmensos jardines con su abuela, después con su madre y, desde su reciente matrimonio, con Pedro, su marido.

La vivienda era un patrimonio de las mujeres de la familia. Todas habían dejado allí sus huellas: la abuela Sara, un piano de cola; su madre, un atril y pinceles, y de la bisabuela quedaban enormes vasijas, algunas acondicionadas como macetas en el patio delantero y otras arrumbadas desde siempre en un galpón del jardín.
Ninguna de sus antecesoras pensó jamás en deshacerse de la casona, por eso la inquietaba la decisión que había tomado. Cada vez que leía el cartel: “SE VENDE”, se sentía vagamente culpable, como si se traicionara un mandato familiar o estuviera violando una secreta norma. Pero le había prometido a su marido que se desprendería de la casa y ese cartel certificaba su compromiso.
Aquel verano, la joven y su esposo llegaron con los primeros días de enero agobiados por el calor. Los recibieron la fresca amplitud de las salas de anchos muros y la sombra de los álamos.
Todos los días salían a caminar por los alrededores, les gustaba internarse en la brumosa arboleda que rodeaba la casa. Sin embargo, los detenía un sonido extraño que provenía del galpón: algo parecía raspar incesantemente las gigantescas vasijas.
Ella recordó que cuando era niña les había preguntado a su madre y a su abuela sobre el origen de aquel ruido. También recordó que habían sonreído cuando le comentaron que era parte del encanto de la casa y que no debía preocuparse por él.
A su esposo no le pareció convincente la explicación y decidió que ya era hora de enterarse de lo que sucedía en el cobertizo, aunque estaba seguro de que se trataba de ratas. Además, si iba a venderse la casona, era mejor hacer una limpieza en ese lugar, que seguramente no se había tocado desde mucho antes de la muerte de su bisabuela.
La eventual presencia de ratas fue decisiva para la muchacha. Aceptó la empresa y a la mañana siguiente pusieron manos a la obra.
La que estaba enterada de todos los movimientos era doña Flore, la vecina de la casa de al lado que los miraba indiscretamente “con el afán de ayudarlos, nada más”, según les aclaraba. A ella le pidieron una escoba y un plumero, como para comenzar.
El portón de madera del cobertizo estaba cerrado por una cadena de gruesos eslabones ceñida con un candado de hierro oxidado. Pensaron que era imposible abrirlo, porque no tenían la llave, así que el hombre, lima en mano, arremetió contra la cadena. Trabajó toda la mañana, después de almorzar reinició la tarea y por la tarde ya estaban listos para el ingreso.
Aquel sitio estaba inundado de polvo, las telas de araña colgaban desde el techo, vestían las paredes y tapizaban las vasijas. Por el suelo había desparramados nidos de pájaros deshechos cubiertos por el moho. En un rincón, yacía una vasija casi desdibujada por la densa atmosfera. Pero no se veían rastros de roedores. El aire espesado por la humedad y el polvo era irrespirable.
Decidieron ventilar el lugar para retornar al día siguiente.
Pero por la noche escucharon con mayor intensidad el raspar que los perturbaba. Ella no durmió bien, cerca del mediodía la despertaron los gritos de su marido.
Corrió hasta el cobertizo y lo encontró parado frente a la vasija más grande, con las pupilas dilatadas y el pecho jadeante.
“Aquí adentro hay un esqueleto”, aseguró él y agregó: “Tiene los huesos de un brazo totalmente desgastados…”.
“Como si hubiera estado raspando la vasija para que lo sacaran”, pensó ella, pero no lo dijo.
Nada supo doña Flor de lo que había ocurrido en el interior de la casa. Lo extraño es que ni siquiera los vio partir, parece que justo en ese momento se distrajo con su mateada.
Dicen en el barrio que solo Francisco, el vendedor de linternas, fósforos y velas, los vio correr y desaparecer entre los álamos del jardín.
Lo cierto es que los vecinos del lugar aún hoy escuchan ruidos extraños bajo el cobertizo, por eso eligen cruzar la vereda para pasar lejos de la casa, que todavía sigue en venta.



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