LA ULTIMA CONFESION
Martín Esqueda, sacerdote del Templo de Santo Domingo, acababa de irse a dormir cuando escuchó que alguien tocaba desesperadamente a la puerta. Asustado, se levanto a toda prisa y abrió para recibir a una mujer de aspecto humilde, vestida de negro y con un rebozo sobre los cabellos.
—Es un enfermo que tengo en casa padre, está muy grave y vine a suplicarme que me acompañarle para darle la ultima bendición —le explicó ella.
Rápidamente, Martín se vistió y fue con ella a recorrer las callejuelas oscuras del centro, pasando por la Antigua Plaza de Toros y llegando hasta un cuartito miserable, en donde un hombre con aspecto de desahuciado, le esperaba tendido en un catre. El enfermo lo llamó.
—Aquí estoy, hijo mío.
—Padre, por favor, antes de morirme, necesito confesarme.
—Te escucho hijo mío, cuéntame tus pecados.
El moribundo procedió a confesar su arrepentimiento por una larga lista de acciones reprochables, entre lágrimas y sollozos. Martín se sentó a su lado, quitándose la estola que llevaba sobre su túnica y colgándola en una percha de la pared. Consoló al enfermo con paciencia y finalmente, le otorgó la absolución.
Tras despedirse de él y de su esposa, regresó a la parroquia.
Al día siguiente descubrió que se había olvidado de la estola y envió a un monaguillo a buscarla. No obstante, el muchacho volvió un rato después, afirmando que nadie le había abierto la puerta. Extrañado, el sacerdote volvió a mandar a un sacristán, quien tardó una hora en regresar con la misma excusa.
Ya bastante extrañado, Martín decidió ir a buscarla en persona. Pero al llegar a la humilde vivienda, nadie la abrió. Lo cierto es que el lugar parecía abandonado.
De inmediato fue a buscar al dueño del habitáculo, para preguntarle por la pareja que vivía allí.
—Debe estar confundiéndose padre, allí no ha vivido nadie en años.
—Le juro que anoche vine a confesar aquí a un enfermo.
—Le aseguro que no —le dijo él—, pero si quiere salimos de dudas y le muestro.
El hombre sacó una llave para abrir la puerta, (la misma que había usado la mujer la noche anterior) y entraron. La habitación estaba llena de polvo y muebles sin usar. Había telarañas por todas partes, era obvio que hacía mucho tiempo que nadie vivía allí.
Sin embargo, Martín se puso pálido al mirar una percha en el muro y descubrir que su estola seguía colgada
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